Artículo titulado «El Poder Judicial en España es un gran engaño, una falacia, una estafa intolerable«, publicado por La Voz Ibérica, y firmado por Don Carlos Aurelio Caldito Aunión
Lo reproducimos a continuación:
«De entre todos los poderes del estado, sin duda alguna el que menos simpatías suscita en los españoles es la Administración de Justicia. Raro es el día que los jueces y tribunales no nos sorprenden con alguna arbitrariedad, algún escándalo;…
Es muy frecuente oír frases tales como que “España es un Estado de Derecho, en el que es preferible renunciar a tus derechos, por tu bien, no sea que se cabreen el juez y el fiscal…”
También supongo que el que más y el que menos, de quienes lean estas palabras, habrá oído hablar de “la tutela judicial efectiva” y también que la Constitución Española de 1978, en su artículo 24, habla de ella de la siguiente manera:
1. Todas las personas tienen derecho a obtener la tutela efectiva de los Jueces y Tribunales en el ejercicio de sus derechos e intereses legítimos, sin que en ningún caso pueda producirse indefensión.
2. Asimismo, todos tienen derecho al Juez ordinario predeterminado por la ley, a la defensa y asistencia de letrado, a ser informados de la acusación formulada contra ellos, a un proceso público sin dilaciones indebidas y con todas las garantías, a utilizar los medios de prueba pertinentes para su defensa, a no declarar contra sí mismos, a no confesarse culpables y a la presunción de inocencia. La ley regulará los casos en que, por razón de parentesco y secreto profesional, no se estará obligado a declarar sobre hechos presuntamente delictivos.
Permítaseme un paréntesis: Cuando uno entra en un edificio de los que en España de forma pomposa, rimbombante se denomina “palacio de justicia” hay una cosa que llama poderosamente la atención: generalmente en todos ellos cuelga de sus paredes un póster, un cartel decorativo (nunca mejor dicho) de alrededor de un metro cuadrado que, lleva por título: “Carta de Derechos de los Ciudadanos ante la Justicia”.
Cuando se lee el contenido del mismo (salvo que nunca se haya tenido contacto alguno con algún tribunal de justicia, o se tenga aún una visión idílica de la misma) uno no puede hacer otra cosa que considerarlo una burla cruel, un sarcasmo, un escarnio… Pues lo que en el “cartel decorativo” se describe no puede estar más lejos de la cruda realidad de los juzgados.
El Pleno del Congreso de los Diputados, el 16 de abril de 2002 (a fin de desarrollar el denominado “Pacto de Estado para la Reforma de la Justicia”, compromiso adquirido por todos las agrupaciones políticas con representación parlamentaria el 28 de mayo de 2001) aprobó por unanimidad, como “proposición no de ley” la Carta de Derechos de los Ciudadanos ante la Justicia, en la que establece un catálogo de derechos de los justiciables, o sea, de los usuarios.
La Carta se divide en cuatro apartados, dedicando el primero de ellos al desarrollo de los principios de transparencia, información y atención adecuada, destacando la importancia de conseguir una administración de justicia responsable ante los ciudadanos, quienes podrán formular quejas y sugerencias sobre el funcionamiento de la misma y exigir, en caso necesario, las reparaciones a que hubiera lugar.
La segunda parte se centra en la necesidad de prestar una especial atención y cuidado en la relación de la administración de justicia con aquellos ciudadanos que se encuentran más desprotegidos: víctimas de delitos y, en especial, de violencia doméstica, menores de edad, personas con alguna clase de minusvalía, y extranjeros inmigrantes.
El tercer apartado está dedicado a las relaciones de los ciudadanos con los Abogados y Procuradores.
Por último, la Carta de Derechos de los Ciudadanos ante la Justicia, menciona que el Ministerio de Justicia y las Comunidades Autónomas con competencias en la materia, el Consejo General del Poder Judicial, la Fiscalía General del Estado y los Colegios profesionales competentes adoptarán las disposiciones oportunas y proveerán los medios necesarios para garantizar la efectividad y el pleno respeto de los derechos reconocidos en esta Carta.
La mencionada “carta” acaba proclamando que será vinculante, y por tanto exigible a los Jueces y Magistrados, Fiscales, Secretarios Judiciales, Abogados, Procuradores y demás personas e Instituciones que cooperen con la Administración de Justicia, recomendando a la Comisión de Justicia e Interior del Congreso de los Diputados el seguimiento y evaluación del desarrollo y cumplimiento de sus postulados.
Insisto, puro sarcasmo.
Tras el paréntesis, permítanme, también traer a colación que la Constitución Española de 1978, en su artículo 14, afirma que “los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social.”
Pues bien, para que se garantice el derecho constitucional a la “Tutela Judicial Efectiva”, es imprescindible la intervención de un juez imparcial. Es absolutamente inadmisible que el juzgador realice su labor a partir de simpatías, o fobias, u odios… o que se deje llevar por deseos tales como el de beneficiar a alguna de las partes, ya sea movido por el miedo (amenaza) o con el ánimo de obtener un beneficio personal (soborno) o por presiones de su entorno (superiores jerárquicos, grupo social, opinión pública, grupos de presión, lobbies, etc.)
¿Acaso en los Tribunales de Justicia del Reino de España no se dan todas las arbitrariedades descritas anteriormente? Algunos opinamos con rotundidad que ¡Sí!
Otro requisito fundamental para que se pueda afirmar que una determinada nación posee un Estado de Derecho, es que las decisiones judiciales sean previsibles. El derecho debe otorgar al ciudadano “seguridad”.
La seguridad jurídica implica que los justiciables puedan saber a qué atenerse cuando acuden a los tribunales. La persona que acude a un juzgado debe de tener el grado máximo de certeza. Es inadmisible que quien acuda a los tribunales lo haga como el que acude a un casino de juego… el ciudadano debe tener posibilidad de anticipar el resultado final del proceso, no puede ser que acuda –como ocurre en la actualidad- con una absoluta incertidumbre… No olvidemos que esta es la clave de que el sistema judicial inspire mayor o menor confianza al ciudadano.
Y, ¿Qué me dicen de la arbitrariedad de las resoluciones judiciales?
Lo arbitrario está reñido con el Estado de derecho, pues el derecho es, justamente por definición, todo lo contrario de la arbitrariedad. Para que el sistema judicial inspire seguridad, es conditio sine qua non la sujeción, el sometimiento de los jueces al derecho, a los hechos, a las pruebas, a la jurisprudencia, y, además, a la lógica y a la realidad.
Las cosas en España distan muchísimo de ser así.
Se suele decir que quienes no tienen intención de solucionar algún problema, buscan pretextos, en lugar de buscar soluciones (algunos crean “observatorios” que pagamos los contribuyentes, y a través de los cuales, sobre todo, ponen mucha atención… aunque no solucionen nada de nada) El actual gobierno, y los anteriores, tanto de Mariano Rajoy, como de José Luis Rodríguez Zapatero, como de Aznar, y todos desde la muerte del General Franco hasta la actualidad, han recurrido a frases como que estaban vigilantes, que les preocupaba seriamente, que estaban alerta, que no bajaban la guardia, y a frases tópicas por el estilo.
De las palabras de todo los gobiernos pretéritos solo se puede concluir que tenemos un sistema judicial maravilloso y unos jueces que son el no va más.
Pero la cruda realidad no indica precisamente eso; muy al contrario, la Administración de Justicia es seguramente el ámbito de la Administración que menos simpatías suscita en la mayoría de los ciudadanos.
Hay un libro de Alejandro Nieto, ex Presidente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y profesor de la Universidad Complutense, que lleva por título el desgobierno judicial, cuya lectura recomiendo de manera urgente a todos los que les preocupa el actual estado de la Justicia. El libro fue editado en el año 2004, y la descripción que en él se hace –de absoluta actualidad- del poder judicial y de la administración de justicia es realmente deprimente, descorazonadora.
Respecto de semejante desbarajuste nadie quiere asumir responsabilidades, nadie tiene culpa de nada, siempre hay disculpas para todo, y quienes tienen capacidad de decidir, acaban diciendo que la culpa del desaguisado es de los otros.
Se suele decir que quienes no tienen intención de solucionar algún problema, buscan pretextos, en lugar de buscar soluciones. Algunos crean “observatorios” a través de los cuales, sobre todo, ponen mucha atención… aunque no solucionen nada de nada.
También están los ministros que en lugar de tomar iniciativas para resolver problemas, ponen en marcha “reformas” que en lugar de dar soluciones, crean mayores problemas que los que supuestamente se pretendían resolver…
La triste realidad es que sigue sin haber voluntad de solucionar el problema de la Justicia. Hemos llegado a tal extremo, que ya no caben parches, ni ungüentos. Como dice el profesor Nieto, es imprescindible recurrir a medidas quirúrgicas. Dado que los años pasan, y nos vamos haciendo viejos, y no se adoptan tales medidas quirúrgicas, a la única conclusión a la que podemos llegar, es a la de que los políticos son los primeros interesados en que las actuales perversiones de la justicia sigan existiendo, para que el Poder Judicial no los pueda controlar, y para poder así, seguir controlando la Administración de Justicia desde el Ministerio del ramo.
Tal como señala el profesor Nieto, la intervención de los políticos en la Administración de Justicia ha sido una constante en la historia de España, en los últimos siglos. El poder político ha manejado a los jueces a su antojo, y ha influido sin pudor en sus resoluciones, ha entregado los juzgados a jueces “afines”, ha creado una red clientelar y los ha premiado por los servicios prestados… Daba igual el régimen político del que se tratara, las constituciones y las leyes siempre eran ignoradas y despreciadas.
En la España actual se nos dice constantemente que vivimos en un Estado de Derecho, entendiendo como tal que todas las actividades públicas (como las de los particulares) deben estar sometidas a la ley, y que el poder judicial es el encargado de garantizar que así sea. En definitiva, que el poder judicial debe estar controlado por los jueces, aunque parezca de Perogrullo la expresión. Pero, cuando el poder político no tiene ninguna intención de dejarse controlar, ni sujetarse a la ley, entonces recurre a boicotear el sistema, aunque conserve el nombre y la fachada formal, para lo cual solo le basta con seguir la tradición de corruptela. Los partidos que se han turnado en el poder desde el final del régimen del General Franco, respetan cínicamente la fórmula del Estado de Derecho, al que han ido vaciando de todo contenido, respetan en apariencia las competencias del poder judicial, dominan a los jueces que lo integran y así se aseguran que el poder judicial no perjudique a sus intereses y mucho menos controle sus actuaciones.
Cada cierto tiempo “sufrimos” una serie de reformas, que lejos de pretender una auténtica y profunda reforma de la justicia (pese a la retórica vacía de los trovadores del régimen) lo único que demuestran es la lucha de los diversos grupos de presión por patrimonializar el poder judicial. Los protagonistas de tales reformas-luchas siempre suelen ser cuatro: el PSOE, el PP, los miembros de la carrera judicial y las Comunidades Autónomas.
Ésta es la injusta justicia que padecemos en España y que ha llevado a que sea la institución peor valorada de todas, con la frustración permanente de esos Jueces, Fiscales y Abogados (con mayúscula pues aún quedan algunos íntegros e independientes), que ven con absoluto desencanto como su correcta actuación, ajustada a los parámetros de un Estado de Derecho no sirve para nada, mientras son marginados o brutalmente represaliados por negarse a perder su honor y dignidad, en una Justicia que sigue siendo esa tela de araña que, atrapa al débil y de la que sólo el fuerte consigue escapar tras rasgarla fácilmente.
En este panorama, la posición de los jueces (insisto, también hay jueces honestos, ¡ojo!) es desesperanzadora: son conscientes de la manipulación de los políticos, se ven obligados a aplicar normas éticamente intolerables, e incluso se las ven y se las desean para intentar aplicar –incluso- las normas más o menos buenas, que el ordenamiento legal pone a su alcance.
La realidad, lamentable realidad, es que no pueden asistir a las pruebas, tampoco tienen tiempo de leer los escritos que presentan las partes en conflicto (tal como la ley les obliga) y se ven incapaces de dictar sentencia en los plazos establecidos, al no disponer del tiempo necesario para redactar sus resoluciones (por lo cual han de encargárselo a funcionarios que no son jueces) De este modo, se les está negando a los justiciables el derecho constitucional a la tutela judicial efectiva –artículo 24 de la Constitución- del cual según la Constitución son los encargados de proteger.
Todo es un paripé, una cínica farsa, que finaliza con la publicación de sentencias “en audiencia pública”, como la Constitución dice, y nunca se realiza.
Para poner remedio a todo ello, los políticos deberían renunciar a la utilización partidista de la justicia, y a la judicialización de la política, a lo que por lo que vienen demostrando legislatura tras legislatura, no están dispuestos.
O nos tomamos en serio la reforma de la Justicia o nunca tendremos una democracia seria. Pues la Administración de Justicia no es sólo cosa de los jueces y de los políticos, es cosa de todos los ciudadanos, y a todos nos concierne. Nadie puede decir que el asunto le trae al fresco, pues tarde o temprano puede sufrir las consecuencias de esta “justicia injusta” que no nos merecemos. Sufrimos una justicia lenta, cara, arbitraria, ineficaz, desigual, imprevisible. Si la Administración de Justicia no alcanza un determinado nivel de calidad, no se la puede nombrar como tal, ni tampoco se puede tachar a nadie de fatalista o catastrofista, por llamar a las cosas por su nombre.
Lo que está en juego es al fin y al cabo la auténtica independencia de los jueces, independencia que nunca será real mientras que la Justicia siga siendo la continuación de la lucha política en otro ámbito y con otras armas. No deja de ser deseable que la Administración de Justicia, como servicio público, funcione, pero tal cosa es casi imposible con el actual desgobierno, en el que se confunde independencia con impunidad, con jueces intocables, un “estado de derecho en el que más vale que renuncies por tu bien a tus derechos para no cabrear al juez”… Es imprescindible acabar con el “desgobierno judicial” que actualmente sufrimos. Es hora ya de que los jueces se sujeten al imperio de la ley (y no al revés) que en España se respete escrupulosamente la Constitución, y se acabe con la sensación general de arbitrariedad e inseguridad jurídicas actuales. Los españoles no nos merecemos la injusta justicia que padecemos, lenta, cara y arbitraria; hay que acabar con la idea que la mayoría de los ciudadanos tiene de la judicatura, de que es una casta privilegiada y que sus miembros gozan de impunidad e inmunidad… Las resoluciones judiciales, sus fundamentaciones, deben estar basadas en el articulado constitucional y no en las opiniones y preferencias ideológicas de jueces particulares; independientemente del tribunal o de la instancia de que se trate.
La deplorable situación de la Justicia en España depende de decisiones políticas: dedicarle mucho más dinero para agilizar y hacer coherente y eficaz el trabajo en los juzgados, hay que hacer que los jueces estén más cerca de la gente y/o que la gente pueda acercarse más a los jueces, hay que legislar sin miedo ni complejos y, ya puestos, habrá que plantearse si no sería bueno que en el CGPJ no haya sólo juristas -cercanos además a los partidos- sino solventes representantes de la sociedad y no sólo “compañeros de profesión”.
Y, por favor, ¡Basta ya de caer constantemente en el “buenismo” de considerar que la Administración de Justicia española es buena, y que las corrupciones de las que hablo son excepciones, o pequeñas anomalías, o disfunciones que nada empañan la enorme perfección del sistema, y que pueden ser eliminadas fácilmente!
En fin, dejaremos para otro día el hablar de prevaricación.»
Carlos Aurelio Caldito Aunión